Me soltaste la mano y me empujaste porque yo te estaba sacando de la medicalización y tú regresaste a ella, contento, a pesar de haberte perdido a ti mismo, de ver las sonrisas de tus pastores tras haberte encontrado. Me gustan más los gatos que las ovejas y tú ni siquiera eres negro. Mientras yo te acumulo entre los demás mensajes intersticiales que se me prohíbe eliminar, tú odias amarme por verte encerrado en medio del rebaño. Yo no puedo establecer tal oposición, puesto que sólo quien odia puede saber cómo amo.
Te lloré nomeolvides. Me rajaste los ojos. Te escupí hasta la boca la sangre que se corrió hasta la mía y te besé hasta ahogarte. Tranquilo, mi sangre es tu vida y aquí sigues. Sólo ahora te permitiría seguir repitiendo que todo ha de ser siempre como yo quiero y que siempre me salgo con la mía, si no fuera porque el hierro ha sellado nuestras lenguas y te mamaré cada sonido que emitas.
Abriste mis amapolas en vertical esperando ver la culpa fluyendo en su savia, sin reparar en que la culpa, la que siempre llevaste dentro nutriéndote como sangre infectada y condicionando tu vida, se encontraba en el reflejo del espejo en que te mirabas cada mañana.
Estoy triste porque te amo y mi evolución nos separará. Mientras tu terapia consiste en cargarte de culpas que clavabas en mí para sobrevivir a ellas, la mía, que ya está surtiendo efecto, consiste en liberarme de toda culpa ajena a mí y desaparecer de la vida de toda la gente que busca un chivo expiatorio. Si algo no ha cambiado en mí es que sigo yendo contracorriente.
El ansiado apocalipsis llegará el día en que a un centro de desintoxicación acuda un confeso adicto a la imagen social de la corrección.
Micropoemas que forman parte de la serie Pedazos rotos de mi espejo, comenzados a ser escritos alrededor del año 2000 (Josu Sein)